lunes, agosto 24, 2009

Cenizas

Hay que cerrar el círculo, había dicho, no me acordaba cuándo, pero estaba segura de haber escuchado a mi padre decir que sus cenizas las tiraran al río Calle Calle en Valdivia. O fue su nieto el que lo dijo, o lo inventé, de cualquier forma tenía sentido. Hoy, era inquietante tener el ánfora de cobre con los restos del papá en el jardín y nada peor para un muerto que ser inquietante. No había planes, sólo los días iban tejiendo la ruta, pero una tarde partí a Valdivia con mi papá en la maleta. Cuando llegué sentí que mis ancestros salieron a recibirme. Sentía una felicidad triste, era un día brillante, nítido y sin conocer la ciudad, caminé hasta la puerta del museo histórico. Pensaba en mi abuela que había nacido en 1880, mucho antes del terremoto y que probablemente ya no quedaba nada de esos tiempos en pie. Algunas casas restauradas contrastaban con esos edificios que son iguales en cualquier ciudad de Chile. Recorrí el museo como una niña que juega sola mientras los grandes están en alguna parte. Antes de subir al segundo piso, encontré una sala pequeña repleta de árboles genealógicos. Los recorrí hasta que fueron cayendo de las ramas algunos nombres que muchas veces había escuchado. Me encantaban las historias antiguas de mi papá a la hora de comer. Los miré tanto que se formaron rostros y frases. Siempre las frases.
Cuando salí del museo el día todavía estaba claro, dejé mis cosas en un hotel cerca de la plaza, compré flores en el mercado y me puse a caminar por la costanera con mi ánfora de cobre en una mano y flores en la otra. Sabía que no abriría el ánfora, no quería ver, ni menos sentir, carbón en mis manos. Pensé que todo pasa tan rápido y también que a nadie le gustaría encontrar un ánfora sin nombre y decidí grabarla. Un artesano temblaba al afirmarla entre sus rodillas mientras con un cautín escribía Hernán Neira Castelblanco 1913 - 2005.
En la costanera, los lobos marinos recostados sobre los murallones del río parecían dormir, me acerqué a uno y casi me come. Tomé firme el ánfora.
Crucé a la Isla Teja. Mi papá estaría feliz de estar ahí, o ¿era yo la que estaba feliz de llevarlo hasta allá? El tiempo había decidido detenerse, todavía era temprano. Un conductor se ofreció llevarme y recorrí unos poblados y los fuertes españoles. Fue difícil ser invisible, pero por nada quería perder el silencio. Volví a la costanera, debía navegar por el río hasta encontrar el lugar perfecto para dejar a mi padre en el mismo lugar que nació. Había algo de urgente en esto aunque nada me apuraba. Busqué un barco, no había ninguno disponible, menos uno para mi sola. Las flores perdían frescura. Pensé lanzar el ánfora del puente al río, las flores y una parte de mí. Le pregunté a muchas personas por un barco, pero el tiempo se había trancado otra vez. Me senté en el muelle a esperar que pasara algo y apareció una nave, a mis pies. El conductor era un viejo lobo de mar traspapelado en el bote. Me subí y le pregunté si podríamos dar un paseo. Se puso en marcha y dejamos el embarcadero atrás. Había llegado el momento de despedirse. Los recuerdos comenzarían a nevegar por la memoria. Pedi que su alma descansara en paz y todas mis bendiciones. Dejé caer el ánfora al río, la vi brillar contra el sol y luego hundirse. Al instante salió a flote, era una boya en mitad del río, justo entre los dos puentes de la ciudad. Como un portal final. El barco comenzó a alejarsea y el ánfora se hizo un punto distante y luminoso. ¡Pare! Grité. ¡Pare, por favor!... mi papá flota. El viejo lobo detuvo la embarcación. Le mostré el ánfora y dio vuelta a toda la velocidad, al llegar logró tomar las cenizas en sus manos y el tiempo se trancó otra vez.
Había decidido no abrir el ánfora y ahora el capitán del barco usaba toda su fuerza de lobo de mar para sacar la tapa sin siquiera preguntarme, pensaría que era lo que había que hacer. En cualquier momento las cenizas saltarían al viento y también quedarían desparramadas en el bote. Yo era incapaz de detenerlo.
Suerte o no, no pudo abrirla. Entonces comenzó a proponer infames soluciones; amarrarle un muerto _una botella llena de agua, me explicó_ Me pareció fatal. Pensé en el absurdo de volver con mi papá por no haberlo podido hundir. Entonces, tomé un cuchillo de pescador y lo clavé preciso a un costado del ánfora, dos veces. El barco volvió a andar y la tarde recién comenzó a caer. Sumergí el ánfora hasta que fue rebalsándose de río. La solté con lágrimas y flores que flotaron hasta que no las pude ver más.

En el trópico de la escasez, ningún negocio supera al viento.