viernes, junio 27, 2008

Las paredes hablan.

La casa estaba a un costado de la plaza del pueblo, blanca, de construcción afrancesada, demasiado sólida para ser de estos tiempos. Una reja verde, tres escalones y se abrían las puertas. Era la última parada antes de internarse en lo rural y preludio de algo mucho más salvaje. Eran tiempos sin aprensiones. Un agitado tráfico de tíos, primos y amigos de verano circulaba a toda hora. La casa que ella contemplaba desde un banco de plaza, arrojaba escenas de su infancia.

Esa mañana, recorría el pueblo como por primera vez. Pensó en los años que aceptan la rutina sin defensa dejando que se cuele en las horas. La pileta escondía peces rojos entre flores de loto, recordó su brazo mojado entre los musgos tratando de despertarlos; quien lograra encontrar más, ganaba un pilar en el auditorio donde tocaba el orfeón de carabineros, justo encima del agua. Las vitrinas del comercio parecían película costumbrista: una tetera, una solera, un martillo y un par de medias. Prefería la felicidad de recordar a la nostalgia, que es como una capa de polvo sobre el presente.

La avenida le pareció mucho más pequeña, sin embargo bastaba estar bajo el sol y contra el viento para sentirse a gusto. Cruzó la calle saludando al almacenero, se sentó en un banco de la plaza frente a la casa, mirando en donde había vivido su abuela, su madre, sus tías, ella misma.

Una tarde cualquiera volvió del paseo, tres escalones, un pequeño empujón y entró con sus inseparables primas. El piano contra la pared saludaba y las notas traspasaban las paredes y se agotaban mientras intentaba dormir. Todavía, desde aquí, olía a viejo y a madera, cruzándose memoria y emoción a la espera de algún diálogo. Es un hecho que los espíritus tocan piano más allá de las manos. Lo tenía claro.


Abría cajones en busca de disfraces, los atuendos de un pariente sacerdote daban muchas posibilidades. Desde la plaza se escuchaban todavía las risas infinitas. Quien ganara el sillón con respaldo, ejercía la monarquía con desparpajo. De nuevo sintió el placer de dominar a los demás, de sentirse imbatible, déspota y reírse de la crueldad, siendo lo más cruel posible. El mandato duraba siete minutos. De la noche a la mañana había un parpadeo, confirmó.

Estaba ahí mirando de fuera para dentro, las paredes traspasaban como la música, el tiempo. Puertas de vidrio, todo el mundo pasando de largo, los niños leyendo cuentos de Perrault. A ese universo se entraba por un cuásar que constantemente cambiaba de ubicación. Le gustaría sentir el tren. La memoria es frágil para protegerse de lo que no es útil, pero en algún lugar todo estaba intacto. Se dejaba caer y resbalar sin miedo en los abismos. Un antiguo linving; muebles olvidados, estantes de libros envejecidos, ventanas a otras ventanas. Volvían las texturas, los olores. Un viaje que había partido mientras cruzaba la calle y el almacenero la saludaba como si treinta años no hubieran pasado. Su voz salió aguda y los sentimientos como lomas sembradas en cuadrados ocres. En los pueblos se ven los límites, pensó. Vio la bóveda de la casa, podía girar el timón de fierro y ver salir los gruesos cilindros que encajaban en el marco. La casa había sido construida para ser un banco que no llegó a serlo y su abuelo la había comprado cuando se casó con su abuela.

El sol iba entibiando los recuerdos. En la bóveda, olió el aroma de las manzanas de guarda, cerró los ojos y la oscuridad la tragó. Había estado sola y con todos pasando por el cuásar. Hoy sabía que había tantas entradas como se le ocurrieran, tantas como imágenes verticales, tantas como bancos en las plazas. Una tía abuela hacía arreglos florales, los niños se encaramaban en una cama de bronce y contestaban a carcajadas una sonrisa pareja de un vaso de agua. Era una mañana dentro de otra, dentro de muchas. Se deslizó por el pasillo; puertas, galerías y un jardín. Un refugio incondicional al que volvía sobre un escobillón gigante que iba y venía puliendo los largos tablones del suelo, entrando y saliendo de los recuerdos.


Se levantó para estirar el pensamiento, las araucarias estaban repletas de loros. Le pareció cruzar miradas con alguno de ellos. Siempre se habían atraído. Por fin pasó el tren, plasmado con el cenit y la sirena de bomberos, rumbo a la cordillera. Vio el humo entrecortado desparramándose por los sembrados de trigo. En el correo partían las cartas. En los pueblos se ve a través, claro como el agua del río. Escuchó la campanilla del teléfono saliendo desde la caja de madera adosada a la pared. Se metió la mano al bolsillo y tocó su celular, era abismal la distancia. Por las noches, golpes en la pared hacían aterrizar a los ratones sonámbulos. Hoy se enredaría en las sábanas y apretaría los ojos para no dejar de soñar en esa cama. Frente a la chimenea desfilaban niños en pijamas, frente a la plaza, frente a la heladería, frente a la piscicultura. Saltaban chispas de los troncos verdes. Después del baño los pijamas calientes eran una recompensa y pronto las obras estaban listas para estrenarse. Bastaba con entrar a un ropero. Todos, los grandes se entiende, aplaudían mucho.
Desde aquí pensó el futuro, se sintió grande, todo era posible. Era la misma que atravesaba paredes y escuchaba los aplausos que no se perdieron en treinta años.

domingo, junio 08, 2008

Voz en un semáforo

Escritura de semáforos, linealidad mecánica y antepasada. Desolación repleta. Noción de todo descalce, débil conmoción cuántica que a ratos impele a una certeza humana, a una inmanente felicidad de fugacidad hipnótica. Quién o qué gana territorialidad en el alma. Profundidades sin salida, no se trata de ser original, sino de encontrarse en otros puntos de vista dijo un artista visual. Hay sólo noventa y dos elementos para divertirnos, el eterno retorno también es biológico. La tirantez de la conciencia mantiene escépticos los pensamientos a casi todo lo expuesto, aunque Williams Saroyan escriba que es mejor creer en todo. Superpongo la naturalidad de un tiempo campestre a la escritura involuntaria de un semáforo congestionado y descubro que todo sigue siendo un gran invento, que el transcurso unilateral se excluye por los diferentes ritmos; por el origen del viento, por la voluptuosidad de las nubes, por la melodía aleatoria de los pájaros.

En el trópico de la escasez, ningún negocio supera al viento.