martes, julio 01, 2008

Productividad en las Empresas.

Me sentía de rebaño asintiendo y sonriendo. Ese discurso solapado me lo sabía de memoria, aunque no puedo negar que las frases que se mandó el jefe esa mañana, me dejaron más helada. El marketing es pornográfico y las cifras excitantes. Estoy segura que él pensó que era de los suyos, pero yo fingía. Los publicistas adoran los slogans y es recomendable administrar algunos para lanzar de vez en cuando: “mientras más trabajemos, más temprano nos vamos para la casa”. A mí me sonó bien. Me acordé de un empresario chileno que decía: si no lo hago yo, alguien tiene que hacerlo. Cada uno con sus líneas de impulso, él dormía tranquilo aunque se tratara de bombas de racimo para descuartizar humanos en el Medio Oriente.


Llegó el día del seminario. Asistí. Llegué media hora tarde al club deportivo alemán. Caminé por los pasillos, taconeé por las escaleras, nadie en los pisos, abrí puertas, mamparas, hasta encontrarme por fin con todos sentados alrededor del jefe, hipnotizados frente a un televisor que reproducía comerciales internacionales. Me miraron, sonreí y entré cojeando con mi bota de yeso, corrí algunas sillas que chirriaron más de lo necesario. Sentí una satisfacción extraña y abusé, reconozco. Mi jefe decidió poner en práctica el coaching organizacional y animó a un abucheamiento general. Todos se sumaron ¿es para mí?, pregunté. Tuve la secreta esperanza que se sintieran mal, pero estaban entusiasmados.


La fidelidad empresarial era a toda prueba, el seminario estaba de más. Se veían tan comprometidos. Salvo yo. Me sorprendió un incipiente sentimiento de vergüenza que estaba a punto de hacerme prometer cualquier entrega para el día siguiente, a primera hora. Me senté con calma y puse mi bota de yeso arriba de la mesa, mi pie estaba hinchado. Realmente era chocante ver la bota tosca y blanca con los dedos asomados en primer plano, a punto de aparecer en las proyecciones.


Lo que siguió fue un auténtico cuento sufí apuntalando la estrategia de marketing. Mi jefe estaba tan orgulloso de sus hallazgos intelectuales, de sus cruces que coincidían impecablemente, como si la noche anterior hubiera descubierto todas las metáforas juntas, en una epifanía total. O quizás pensó que podía ser más libre esta vez porque se trataba de su gente, de sus discípulos. ¡Claro!, y él era el gurú.


Cuando se presentó la parte interactiva de la exposición y podíamos opinar, estábamos muy tocados con el orientalismo, incluso una chica había sacado de su bolso un incienso y lo había prendido, la sala estaba impregnada de un aire dulzón que a media tarde fue totalmente rancio. Entonces mi jefe me pidió una opinión, ya me había castigado bastante y era hora del perdón. Entusiasmada le dije que estaba totalmente de acuerdo con todo, sólo una cosa tenía que aportar, sobretodo contribuyendo a esa felicidad mística a la que se había referido con tanto entusiasmo.
Sostuve que había que trabajar menos para dedicarse al ocio y ser más feliz, que así la cosa se daba vuelta porque feliz, se trabajaba mejor. Que había que renunciar al sufrimiento del trabajo -era obvio que había que amar lo que uno hacía- pero para eso había que sentirse libre, y no tener la sensación que te roban el alma a cambio de un sueldo a fin de mes. Que las epifanías devendrían, pero no en mitad de la oficina, y siempre y cuando, tuviéramos tiempo y onda para invocarlas. Después de todo, eso era verdadera productividad. Depende del lado que se mire.


Mi jefe y el gerente querían lincharme, lo noté inmediatamente. Me atravesaron con las miradas. Se había esfumado el aire oriental y bondadoso del gurú. No hay amigos cuando hay jerarquía, cómo pude olvidarlo. Recordé lo que me dijo la inspectora del colegio una vez. Yo había sido, una vez más, la manzana que pudría el resto del cajón. Y como siempre, qué gusto me dio.

En el trópico de la escasez, ningún negocio supera al viento.