sábado, noviembre 01, 2008

Había visto un gato sin sonrisa, pero jamás una sonrisa sin gato.

Anoche me escapé del tiempo y crucé la cuidad hasta la media noche. Una vez de vuelta, me costó bajar las aspas y aterrizar en cualquier conversación. Qué podía ser más interesante que mis obsesiones. Al sacarme el abrigo, debí dejarlas en la puerta de entrada. No se elevan, están al alcance de los ojos, echadas como un perro de casa. Fingen ser tímidas, pero es el subterfugio para sentirse fuertes.
Una noche cualquiera de sushi geométrico y de vino helado, haciendo cuenta regresiva al diálogo de sordos de las imágenes que rebotan sin descanso por la ciudad, me sentí a gusto con la música. Poco a poco me fue venciendo el cansancio hasta que dormí la historia. Mañana es futuro y aunque planifique, son burbujas llegando al pasto.
Voy a la puerta de la noche del sábado y repaso. Prendo la luz y leo las proezas de las Valquirias y la cosmogonía anglosajona, germánica, goda. Somos tan antiguos que formamos el círculo de los estoicos. Los años ahora van en fuga hacia atrás, escucho el lamento de las elegías sajonas preludiando a los románticos alemanes. Caigo a destiempo para reponerme del presente. Cuelgo de la copa de los árboles y los ojos agudos de las águilas me miran como contemporáneos de este espejo.
Habito una estrella y descanso huesos de otras vidas. Cómo fue que nos llevaron a las ciudades.
Deshojo la memoria y la estiro como un paño fino y resistente. Me reconozco en una milésima de infinito. Me expando en un paisaje de sentido. Me sumerjo en la Vía Láctea, en la parte oblicua y miro la Cruz del Sur, diviso a través de las nebulosas, el otro extremo de la Gran Espiral.

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En el trópico de la escasez, ningún negocio supera al viento.