viernes, marzo 30, 2007

Cuarenta Minutos

Quieres almorzar con un amigo y piensas en quien puede ser, comienzas a descartar, a llamar y a no encontrar, luego, sólo existe una o dos posibilidades. Te sientes como un fenómeno sobrenatural estando aquí en medio de la ciudad, justo en un semáforo. Comienzas a cuestionarte la existencia del semáforo. Te das cuenta de que hay horas en blanco, ya lo sabes y también sabes que después te quejarás que no hay tiempo para hacer nada. Te gustaría desfragmentar el disco duro, pero en el cerebro no funciona. Tienes cuarenta minutos libres para hacer lo único que, tal vez, valga la pena del día. No pensaste que a esa hora los amigos estarían ocupados. Te sientes como caballo de campo, le sacan las riendas y se quedan petrificados junto a la estaca en que los amarran. No estás petrificada, pero se te olvidó pensar en ti. Todavía tienes treinta y cinco minutos, doblas en una calle y te metes a un taco. Extrañas a Felipe, a Gabriel, a la Ximena. Quisieras reírte ser tu misma, pero arriba del auto no pasa nada. No existes para nadie metida ahí, solo para el auto de atrás y para el de adelante. El auto es tu cuerpo ahora. Está chocado y sucio, piensas y no quieres sentirte así. Subes el volumen de la música y tratas de alcanzar pronto la calle del parque, de ahí volverás al trabajo, entrarás en la dulce rutina que lo tiene todo planeado: saldrás a las siete y media, sabes que se hará de noche antes de llegar a tu casa y para cuando abras la puerta estarás muerta de hambre, aburrida y cansada. Si todavía tienes un poco de energía podrás llamar a Felipe, a Gabriel o a la Ximena y ver si coinciden en algo. Si es así, volverás a subirte al auto y a manejar con un destino. Tratas de no pensar, te das cuenta de que no hay nada que hacer ni que cambiar. Salvo que lo impredecible te sorprenda. Ah, cómo te gustan las sorpresas, lo tienes claro y también sabes que si lo piensas la sorpresa no deviene, no sabes por qué pero no ocurre, lo has comprobado mil veces. Decides no pensar y guardas la secreta ilusión de que así tal vez algo pase, o nada, obviamente. Te olvidas, te cubres de ese polvo gris que empavona tus horas, dejas de mirar los ojos de alguien, no esperas más que lo predecible. Entonces ahí, sólo en ese momento, no en otro, suena tu teléfono. Es un amigo y te espera en un café a metros de donde tú estás. Ahora sólo te quedan quince minutos.

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En el trópico de la escasez, ningún negocio supera al viento.