domingo, enero 08, 2006

RESILENCIA

Las decisiones drásticas son una afrenta a la inercia y al transcurso.

Cerró los ojos sabiendo que faltaba mucho para dormir. La gata aullaba llamando al macho, enroscándose contra los sillones, arrastrándose en los muros, desesperada por la cercanía de un gato para continuar la especie. Ella perforó los pensamientos que en el día se habían amontonado caóticos, por fin los pondría en orden, uno tras otro y tal vez, irían dando la clave que buscaba desesperadamente. Se sentía más tranquila, por último, ya no había nada que perder. Al pensar con cierto orden, las cosas se establecían y se plasmaban irreductiblemente. Estaba sumergida en la opacidad de esa obsesión que más tenía que ver con el orgullo que con el amor. Tenía demasiados datos biográficos que iban aumentando la familiaridad de las perturbaciones. Esa noche su historia se hacía simultánea, visible en completo desorden, mientras que en el día la traía dando berrinches al conducir de aquí para allá, buscando avenidas largas para desahogarse o llegando última a los semáforos con los ojos hinchados detrás de unos anteojos negros.

En la mañana había caminado por pasillos de libros, había tantos en esa feria, era una forma de sentirse contenida en lo suyo, verlos simplemente la hacía resistir aunque no dejaba de preguntarse por qué esta vez era más doloroso. A sus cuarenta y tres años había tenido muchas aventuras. Antes de conocerlo sentía la tranquilidad de un corazón desocupado, sin ansiedad, pero había bastado un mes. Jamás pensó que le volvería a pasar, además, si se volvía a enamorar, sería de un hombre maduro, con la claridad que ella misma sentía. Él tenía cincuentaidos, no había salido con un hombre de esa edad. Mayor, profesor de educación física, con un cuerpo magro, pelo lacio, largo, sin canas. Le encantaba como le caía un mechón y cómo luego lo estiraba detrás de las orejas, a cada rato. Le gustaba hacer el amor con él, le gustaba estar con él, leer con él, pasar la tarde. Por unos días sintió que se llenaban todos los vacíos, por primera vez en mucho tiempo supo que a pesar de la pobreza en el mundo, podía ser feliz. Habían pasado sólo tres semanas.

Esa misma tarde en su trabajo, pensó en sus cejas, de cómo daban la vuelta con la frente, negras formando un arco con el mechón de pelo caído. Sin pensarlo demasiado salió de la reunión con una excusa, subió a su oficina y le escribió un poema. Cuando lo terminó se lo envió por mail.

Hay olas en la esquina de cualquier calle.
Sufro del oído medio
Y de un perfume inventado.
Sinécdoques desordenadas reemplazan a los árboles
De pronto eres todas las formas.

Lo llamó:
_ Sólo mi hermana me había escrito un poema.
¿Crees que me voy a enamorar?, le preguntó para tocar el tema.
_ Qué importa lo que yo piense.
El resto fue el potencial shock, ése que Walter Benjamín, el escritor alemán dice que es la imagen quemada en la corteza cerebral, un estímulo demasiado fuerte en el que el conciente da paso al inconsciente, sin filtros.
_ Me encantó tocarte, como me tocas, pero no tengo intenciones de enamorarme, enamorarse es un estado de estupidez temporal, no existe la pareja que funcione. No estoy dispuesto a ser pareja, por ningún motivo.
_ Bueno yo tampoco de momento, es que para ser pareja se necesita más. Pero si lo tienes tan claro, por qué me haces el amor.
_ Tú me lo haces, dejo que tengamos sexo. Somos amigos con ventaja.
_ Es un gato tratándose de morder la cola, me tengo que ir.
_ ¿Cómo es eso? un gato...
_ Una gata.
_ No entiendo.
_ Yo tampoco.

Volvió a la reunión con la adrenalina brotándole del cuello. El calor insoportable y el aire viciado la envolvieron. Despotricó contra todos, se opuso a todo, salió dando un portazo. En menos de una hora, había escrito y regalado un poema, había sido rechazada de plano, había caído a la realidad y todavía sentía olor a sexo.
Como esquizofrénica, deambuló en tiempo detenido. En la calle, cruzó miradas con perros que escarban basureros, habló sola. Sabía que reponerse iba a ser más difícil porque era una vez más. Se rindió a la tragedia, la encaró, hasta la saboreó. Los días vendrían como un desafío a la gravedad, tendería a gatear y desde allí, balbucearía incoherencias. La claridad se le había extinguido y todo por haberle concedido poder a un desconocido psicópata. Lo iba a pagar caro.

Condujo su auto, de nuevo con anteojos negros de noche, de nuevo en su casa sonreía con esfuerzo. Por suerte existía su biblioteca. Se encerraría con un libro, con el que tuviera que poner toda su atención y trataría de entender por qué estaba en ese cruce infame sin poder zafar ni un segundo. Susang Sontag, La Conjura de los Necios, no pudo decidir. Leyó una página alternada de cada uno, el primero que la sumiera en ese lejano estado de transición a la paz sería el que le entregara la noche. Poco a poco se rindió con las cartas de Ignatius Rally, con la placidez de saber que el mundo es extenso y que, invariablemente, uno se estrella contra el muro en una esquina cercana, con esa dulzura triste de un golpe preciso. Cerró los ojos, sabía que todavía le faltaba mucho para dormir.

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En el trópico de la escasez, ningún negocio supera al viento.