Sin Cuenta
Hoy en la calle me encontré con una antigua amiga. Inmediatamente nos pusimos al tanto de los últimos veinte años en nuestras vidas. A los pocos segundos –de frentón-, hablábamos de cómo entre los cuarenta y los cincuenta las ofertas de trabajo se iban esfumando, que si teníamos trabajo ganábamos la mitad, y por supuesto, a la misma edad y rango, también la mitad que un hombre. Concluimos que casi lo mejor era meterse en la casa y no salir nunca más. Ella se veía igual, la misma vitalidad, la misma energía, sólo un par de patas de gallo sobre las sienes que le daban mucha gracia a sus inflexiones. Me acordé lo que dijo la mamá de otra amiga cuando le preguntaron cuál era su mayor deseo y respondió “volver a los cincuenta”. No dijo cuarenta, ni treinta, dijo cincuenta. Será porque a los cincuenta las personas se sienten más seguras y claras en sus ideas, porque aún tienen la vitalidad necesaria para emprender una actividad en cualquier ámbito, porque se ven atractivas y con la experiencia necesaria para no cometer los errores del pasado. A los cincuenta las mujeres están en edad de forjar cambios culturales importantes, de sacudir parámetros sociales, de imponerse inteligente y sensiblemente ante las negligencias que abundan, de seducir con sabiduría, de ser templadas, entusiastas y guapas. Por eso, cuando nos encontremos en cualquier esquina sacando la cuenta de cosas como estas es mejor detenerse. Cuánto ganaríamos si pusiéramos sobre la mesa (de luz), algunas certezas con sentido como nuestra posición política, nuestra visión social o algunas conclusiones sobre la amistad, el poder, el amor, además de las extraordinarias paradojas que hemos coleccionado. Propongo hacer pesar nuestras reflexiones más que cuando teníamos veinte años. A esa edad, convengamos, se tienen las puras ganas, hoy debemos hacer algo por el consenso, la voluntad política, el cambio social real y depende de la conciencia que seamos capaces de tener y de transmitir.