miércoles, mayo 10, 2006

Los recayentes

Los recayentes -como decía Cortázar- al referirse a todas aquellas cosas que no aprendemos ni siquiera con la repetición del fracaso, avanzamos poco a poco y con una lógica extraña, de crustáceo. La esperanza se establece cuando recordamos nuestra enseñanza primaria, donde todo parecía ir sobre ruedas hacia el infinito mientras nos enseñaban que las cosas se aprenden haciendo una a la vez, no todas juntas, como nos hemos acostumbrando hoy, en esta forma cada día más vertiginosa de llevar nuestra vida. No todas juntas porque no hacemos bien ninguna. Era así de simple. Esto, por supuesto, incluía pensar.
Dónde nos desconcetramos, en qué bifurcación del camino tomamos el desvío, todos en masa equivocándonos sin detenernos. Desde ese momento, nos seguimos unos a otros, saltamos de paradigma en paradigma cometiendo el mismo error, mirando con estupor al que se sale del carril, estigmatizándolo literalmente como a un loco descarrilado, o con la culpa a cuesta de sentirse perdiendo el tiempo. Quién sale de su oficina, camina hasta una plaza en medio de la jornada de trabajo, se sienta en un banco y mira desde allí lo que ocurre a su al rededor, o capta el hilo de sus pensamientos improductivos, esos que no van a ninguna parte más que al centro de cada cual, y reestablece su dignidad perdida en ínfimas gotas. Gotas que forman un oceáno al final de una vida. Sólo los ancianos le dan de comer a las palomas en las plazas y nadie recae sin la presión de un estigma.
Tomamos un camino equivocado, brillante como el éxito. Pasamos de largo el más opaco que ahora añoramos como niños desorientados porque tal vez contenía un contundente temple hacia nuestra paz.

En el trópico de la escasez, ningún negocio supera al viento.